A más de tres años de la entrevista de la Agencia Sociales a Horacio Tarcus, recuperamos las reflexiones del director de CeDInCI acerca del gobierno de Kirchner, los movimientos sociales
y la herencia del 19 y 20 de diciembre de 2001.
Un aporte para pensar acerca de los problemas de la izquierda en tiempos de rosca.
—¿Cómo analizarías la afirmación de algunos sectores que pretenden colocar a Kirchner como un heredero del 19 y 20 de diciembre de 2001?
—Es que, nos guste o nos guste, el gobierno de Kirchner es un producto de diciembre del 2001. Sin “19 y 20” el fenómeno kirchenerista no habría existido. Quizás no es el mejor de los resultados posibles para quien esperaba la Revolución, pero tampoco es el peor resultado. Pareciera que el proyecto hegemónico que viene liderando el presidente Néstor Kirchner comienza a cerrar la brecha de la profunda crisis de representación que estalló en diciembre de 2001. Allí coincidieron, se condensaron y potenciaron, en verdad, varias crisis: una crisis económica (el agotamiento de un modelo que Cavallo y de la Rúa, con el apoyo de Menem, se habían obstinado en prolongar temiblemente); una crisis social (resultado de un modelo de exclusión que también llegó al límite de lo tolerable para la sociedad), una crisis política y una crisis estatal. Recordemos que a fines de 2001 y principios de 2002 el Estado argentino se encontraba impotente para cumplir con las funciones básicas que le son inherentes: la emisión de una moneda nacional aceptada por los agentes económicos, el cobro de impuestos, la garantía de los depósitos bancarios y, en el límite, el monopolio de la violencia legítima. Recordemos también que el catalizador de la protesta que va del 19 al 20 de diciembre no fue “económico” (la desocupación o la pobreza, que ya eran estructurales), sino “moral”: el desafío social al estado de sitio.
Volvamos al tema de la crisis política de representación. Estalló en diciembre de 2001, pero para los que quisieron verla era perceptible de modo incipiente y luego de modo cada vez más manifiesto en los últimos cinco años de la década menemista y en los dos años de gobierno de la Alianza. Por ejemplo, los comicios del 14 de octubre del 2001, con sus altísimos índices de ausentismo, voto en blanco y voto impugnado, habían representado un anuncio claro. Son aquellos mismos, los que “han creído” pero ahora, defraudados, “ya no creen en la política”, sumados a los jóvenes que han crecido en un mundo donde la política está devaluada, quienes salieron a la calle en las jornadas del “verano caliente” de 2001/2002. Hasta pocos años atrás, el voto en blanco, el impugnado o el ausentismo eran casi una expresión individual e impotente de descontento político. Sumados, a la hora del escrutinio podían adquirir una significación colectiva, política. Sin embargo, la “clase política” y los medios masivos tendieron durante años a negligirlos. Pero el 14 de octubre del 2001 su impacto fue inocultable. Desde entonces, en dos meses, el llamado —por aquellos mismos medios— “voto bronca”, ha dejado de ser pasivo y se ha tornado activo, ha trascendido del cuarto oscuro a las calles.
A lo largo de estos años creció, especialmente entre la juventud que llegaba entonces a la vida cívica (aunque también entre hombres y mujeres que votaron a Menem y a de la Rúa y se sintieron decepcionados), un fuerte sentimiento de desconfianza hacia la política y los políticos. Es el producto de un proceso complejo, resultado en parte, de una estrategia de la derecha neoliberal para vaciar la política; pero también fue una reacción legítima ante un vaciamiento creciente de la vida política de los partidos, la vida parlamentaria y de todo el Estado, ante la creciente ajenidad e impotencia entre el ciudadano común y la toma de decisiones políticas. Es así que la consigna “Que se vayan todos” (QSVT), la que sin duda mejor expresa y sintetiza el movimiento nacido en diciembre de 2001, si bien es inventada entonces, tiene raíces en esos movimientos moleculares, libertarios, de crítica de la política, de rechazo del acto eleccionario, de vuelta del votoblanquismo, etc.
Pero volvamos al presente: si bien los movimientos nacidos en diciembre crecieron y se multiplicaron a lo largo de 2002 y parte de 2003, y si bien la izquierda tradicional creció nutriéndose de estos movimientos, no fue la izquierda tradicional ni los movimientos sociales quienes capitalizaron políticamente el QSVT, sino Kirchner. Pues aunque el slogan implica una confrontación y una ruptura, y tiene un claro signo libertario, QSVT, en sí misma, como consigna, quiere decir mucho y no quiere decir nada : ¿quiénes son “todos”?, ¿adónde se deben ir ?, ¿quiénes constituyen el “nosotros” de los que se quedan?, ¿quién hará y cómo se hará lo que hacían los que se fueron… ? Bien, cada fuerza política luchó a lo largo de estos años por significar este significante : “todos” podían ser los políticos, o los corruptos, o los capitalistas, o bien los políticos corruptos, o los viejos políticos (en contraposición a las “caras nuevas”), o los capitalistas corruptos (en contraposición al capitalismo sano, o nacional…) ; podían ser los militares, pero también los militares comprometidos con la represión ; podía ser la derecha, pero también podía ser la izquierda autoritaria y partidocrática…. ; nosotros, los que nos quedamos, podíamos ser el pueblo, la sociedad, los trabajadores, los desocupados, los vecinos, los ciudadanos, los honestos, los peronistas, los izquierdistas…
El presidente Kirchner comprendió mejor que nadie que sólo podía gobernar en el sentido profundo del término —en el sentido de construir poder, de construir hegemonía— si asumía el desafío y la radicalidad de esta consigna. Estas cuatro palabras encerraban toda la clave de la crisis de hegemonía, de la crisis de representación que había estallado en diciembre del 2001. Muchos, sobre todo la derecha, no comprenden la premura del presidente, y le achacan precipitación, autoritarismo… Pero Kirchner comprendió bien que los tiempos urgían y emprendió una renovación drástica en los aparatos del Estado y, hasta donde pudo, en su propio partido. De todos los sentidos posibles, el QSVT que impulsó rápida y enérgicamente Kirchner apunta sobre todo a un saneamiento institucional dirigido contra jueces, gobernadores, senadores, militares y políticos vinculados a la corrupción y la represión ilegal. Es un ajuste de cuentas no sólo con el pasado menemista, sino también con el pasado de la dictadura militar: una puesta en cuestión de todos los sobrevivientes de ese pasado en el aparato del Estado y en la vida política, incluso en su propio partido.
Sin duda, de todos los sentidos posibles del QSVT, el sentido triunfante, el de Kirchner, es moderado si lo comparamos con el sentido más libertario, radical, antipolítico y antiestatal de ciertos grupos autonomistas, pero no puede negarse que está promoviendo un saneamiento del Estado, que ha logrado instalar un consenso y una confianza, incluso una esperanza, aún entre los sectores más desconfiados de la ciudadanía. En este sentido, el ciclo abierto en diciembre de 2001 se termina cerrando en torno a la incipiente hegemonía que Kirchner viene construyendo.
—¿Cómo caracterizarías al gobierno de Kirchner, teniendo en cuenta los cambios implementados en cuanto a sus políticas con los movimientos sociales, la criminalización de la protesta, y los reclamos de las organizaciones de desocupados? ¿Cuál es la posición del gobierno ante los reclamos de las organizaciones sociales: clientelar, populista, confrontativo, dialoguista, etc.?
—Y, es un poco de todo esto al mismo tiempo. Pero me parece interesante tratar de distinguir de todo este conjunto las etapas sucesivas, los tiempos políticos y las distintas estrategias en juego entre los diversos actores sociales antes de apelar a una etiqueta general. Porque si bien el gobierno, a diferencia del primer año de gestión, viene permitiendo (o auspiciando) que sectores del aparato judicial avancen en la criminalización de la protesta, hay que partir del reconocimiento de que su relación con los movimiento de protesta es sobre todo política. Y si hay algo que merece ser llamado “kirchnerismo”, a diferencia de las políticas que hacia estos movimientos se dieron en el menemismo o en el duhaldismo, es esta disposición a pulsear políticamente con ellos. Mientras la derecha reclamaba “mano dura” frente a la protesta social —desde La Nación hasta la derecha del PJ—, la estrategia que Kirchner defendió con persistencia fue la de alternar diálogo, clientelismo y cooptación, por una parte, y desgaste político de los sectores más duros, por otra. Estos sectores, en la medida en que no lograron innovar sus métodos de protesta y movilización, en la medida en que no entendieron que no era lo mismo confrontar con Menem, De la Rúa o Duhalde que confrontar con un Kirchner —que les “dejaba hacer”, invitándolos a la arena política—, agudizaron el quiebre de una alianza posible con los sectores medios. Perdieron peso social y político, su protesta dejó de aparecer ante la sociedad como un reclamo general, que en definitiva involucraba a trabajadores y desocupados, a obreros y sectores medios, a jóvenes y jubilados, para aparecer ahora como una demanda sectorial, “violenta” e hiperpolitizada. Yo creo que es aquí, a partir de este momento, donde aparece la represión y la criminalización de la protesta, que cae sobre los sectores que se de debilitaron políticamente y se aislaron socialmente.
Más que denunciar una vez más la criminalización de la protesta y firmar la enésima solicitada por la libertad de los presos, me interesa tratar de pensar políticamente por qué el peronismo, una vez más, gana y la izquierda, una vez más, pierde.
—¿Qué rol ocupan los movimientos sociales (de desocupados, campesinos, de derechos humanos, etc.) en la democracia argentina? ¿Y cuál es el rol de la izquierda en la actualidad, qué desafios afronta?
—Creo que los movimientos sociales están llamados a jugar un rol cada vez más importante, imprescindible te diría. La sociedad civil argentina, como en otros lugares del mundo, ha comprobado hasta el hartazgo que no puede dedicarse tranquilamente a sus asuntos privados y dejar que el Estado le garantice trabajo, democracia, cultura, educación, protección... Sabe que tiene que autoorganizarse y salir a pelear otra vez por estos derechos, en parte reclamándolos al Estado, pero a veces también generándolos por sí sola, más allá del Estado. En la Argentina actual, la proliferción de grupos independientes, autogestionarios, cooperativos, que producen bienes o servicios por fuera del Estado y el sistema de partidos, e intervienen en la vida cultural y social del país, es impresionante. Esto, en parte, es otra herencia del 2001. ¡Todavía está viva, activa!
Ahora bien, si los movimientos sociales que tenemos, con todas sus marchas y contramarchas, con sus crisis, con sus incertidumbres, son en definitiva el futuro, nuestra izquierda actual es el pasado. Yo creo que la izquierda debería repensar y ensayar una relación más productiva y menos instrumental con los movimientos sociales, que contribuya generosamente a su construcción, a la ampliación de su horizonte político y cultural, al diálogo y a la articulación entre un movimiento y otro, a darle proyección latinoamericana e internacional, en lugar de buscar controlarlos o construirlos vertical y dogmáticamente, a su imagen y semejanza. Los movimientos sociales, cuando no están burocratizados (como el movimiento sindical argentino), son mucho más abiertos, horizontales, dinámicos, espontáneos y creativos que las estructuras políticas de la izquierda. En lo personal, antes que leer un periódico de la izquierda, me interesa mucho más escuchar la experiencia de un grupo barrial que organizó un comedor infantil, o la de un grupo de jóvenes que hacen arte callejero, o el relato de los conflictos que viven los trabajadores de una fábrica recuperada para articular el igualitarismo deseado con el despotismo que impone la división del trabajo, el aumento de productividad, etc. Para relacionar, articular y potenciar, unos con otros, todos estos grupos y movimientos, en principio tan disímiles entre sí, hace falta política. Pero para esa articulación política, hace falta otra izquierda. Es que una izquierda a la altura de estos tiempos no debería indicar el curso que deben seguir las asambleas barriales, los grupos piqueteros o los organismos de derechos humanos, sino aprender modestamente de ellos.
25 de Noviembre de 2004
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